«Lo que
cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la
capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un
sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito» (Enc.
Spe salvi, 37).
MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DE LA
XXI JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
(11 de febrero de 2013)
«Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10,37)
Queridos hermanos y hermanas:
1. El 11 de febrero de 2013, memoria litúrgica de la
Bienaventurada Virgen María de Lourdes, en el Santuario mariano de Altötting,
se celebrará solemnemente la XXI Jornada Mundial del Enfermo. Esta Jornada
representa para todos los enfermos, agentes sanitarios, fieles cristianos y
para todas la personas de buena voluntad, «un momento fuerte de oración,
participación y ofrecimiento del sufrimiento para el bien de la Iglesia, así
como de invitación a todos para que reconozcan en el rostro del hermano enfermo
el santo rostro de Cristo que, sufriendo, muriendo y resucitando, realizó la
salvación de la humanidad» (Juan Pablo II, Carta por la que se instituía la
Jornada Mundial del Enfermo, 13 mayo 1992, 3). En esta ocasión, me siento
especialmente cercano a cada uno de vosotros, queridos enfermos, que, en los
centros de salud y de asistencia, o también en casa, vivís un difícil momento
de prueba a causa de la enfermedad y el sufrimiento. Que lleguen a todos las
palabras llenas de aliento pronunciadas por los Padres del Concilio Ecuménico
Vaticano II: «No estáis… ni abandonados ni inútiles; sois los llamados por
Cristo, su viva y transparente imagen» (Mensaje a los enfermos, a todos los que
sufren).
2. Para acompañaros en la peregrinación espiritual que
desde Lourdes, lugar y símbolo de esperanza y gracia, nos conduce hacia el
Santuario de Altötting, quisiera proponer a vuestra consideración la figura
emblemática del Buen Samaritano (cf. Lc 10,25-37). La parábola evangélica
narrada por san Lucas forma parte de una serie de imágenes y narraciones
extraídas de la vida cotidiana, con las que Jesús nos enseña el amor profundo
de Dios por todo ser humano, especialmente cuando experimenta la enfermedad y
el dolor. Pero además, con las palabras finales de la parábola del Buen
Samaritano, «Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10,37), el Señor nos señala cuál es la
actitud que todo discípulo suyo ha de tener hacia los demás, especialmente
hacia los que están necesitados de atención. Se trata por tanto de extraer del
amor infinito de Dios, a través de una intensa relación con él en la oración,
la fuerza para vivir cada día como el Buen Samaritano, con una atención
concreta hacia quien está herido en el cuerpo y el espíritu, hacia quien pide
ayuda, aunque sea un desconocido y no tenga recursos. Esto no sólo vale para
los agentes pastorales y sanitarios, sino para todos, también para el mismo
enfermo, que puede vivir su propia condición en una perspectiva de fe: «Lo que
cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la
capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un
sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito» (Enc.
Spe salvi, 37).
3. Varios Padres de la Iglesia han visto en la figura
del Buen Samaritano al mismo Jesús, y en el hombre caído en manos de los
ladrones a Adán, a la humanidad perdida y herida por el propio pecado (cf.
Orígenes, Homilía sobre el Evangelio de Lucas XXXIV, 1-9; Ambrosio, Comentario
al Evangelio de san Lucas, 71-84; Agustín, Sermón 171). Jesús es el Hijo de
Dios, que hace presente el amor del Padre, amor fiel, eterno, sin barreras ni
límites. Pero Jesús es también aquel que «se despoja» de su «vestidura divina»,
que se rebaja de su «condición» divina, para asumir la forma humana (Flp 2,6-8)
y acercarse al dolor del hombre, hasta bajar a los infiernos, como recitamos en
el Credo, y llevar esperanza y luz. Él no retiene con avidez el ser igual a
Dios (cf. Flp 6,6), sino que se inclina, lleno de misericordia, sobre el abismo
del sufrimiento humano, para derramar el aceite del consuelo y el vino de la
esperanza.
4. El Año de la fe que estamos viviendo constituye una
ocasión propicia para intensificar la diaconía de la caridad en nuestras
comunidades eclesiales, para ser cada uno buen samaritano del otro, del que
está a nuestro lado. En este sentido, y para que nos sirvan de ejemplo y de
estímulo, quisiera llamar la atención sobre algunas de las muchas figuras que en
la historia de la Iglesia han ayudado a las personas enfermas a valorar el
sufrimiento desde el punto de vista humano y espiritual. Santa Teresa del Niño
Jesús y de la Santa Faz, «experta en la scientia amoris» (Juan Pablo II, Carta
ap. Novo Millennio ineunte, 42), supo vivir «en profunda unión a la Pasión de
Jesús» la enfermedad que «la llevaría a la muerte en medio de grandes
sufrimientos» (Audiencia general, 6 abril 2011). El venerable Luigi Novarese,
del que muchos conservan todavía hoy un vivo recuerdo, advirtió de manera
particular en el ejercicio de su ministerio la importancia de la oración por y
con los enfermos y los que sufren, a los que acompañaba con frecuencia a los
santuarios marianos, de modo especial a la gruta de Lourdes. Movido por la caridad
hacia el prójimo, Raúl Follereau dedicó su vida al cuidado de las personas
afectadas por el morbo de Hansen, hasta en los lugares más remotos del planeta,
promoviendo entre otras cosas la Jornada Mundial contra la lepra. La beata
Teresa de Calcuta comenzaba siempre el día encontrando a Jesús en la
Eucaristía, saliendo después por las calles con el rosario en la mano para
encontrar y servir al Señor presente en los que sufren, especialmente en los
que «no son queridos, ni amados, ni atendidos». También santa Ana Schäffer de
Mindelstetten supo unir de modo ejemplar sus propios sufrimientos a los de
Cristo: «La habitación de la enferma se transformó en una celda conventual, y
el sufrimiento en servicio misionero… Fortificada por la comunión cotidiana se convirtió
en una intercesora infatigable en la oración, y un espejo del amor de Dios para
muchas personas en búsqueda de consejo» (Homilía para la canonización, 21
octubre 2012). En el evangelio destaca la figura de la Bienaventurada Virgen
María, que siguió al Hijo sufriente hasta el supremo sacrifico en el Gólgota.
No perdió nunca la esperanza en la victoria de Dios sobre el mal, el dolor y la
muerte, y supo acoger con el mismo abrazo de fe y amor al Hijo de Dios nacido
en la gruta de Belén y muerto en la cruz. Su firme confianza en la potencia
divina se vio iluminada por la resurrección de Cristo, que ofrece esperanza a
quien se encuentra en el sufrimiento y renueva la certeza de la cercanía y el
consuelo del Señor.
5. Quisiera por último dirigir una palabra de profundo
reconocimiento y de ánimo a las instituciones sanitarias católicas y a la misma
sociedad civil, a las diócesis, las comunidades cristianas, las asociaciones de
agentes sanitarios y de voluntarios. Que en todos crezca la conciencia de que
«en la aceptación amorosa y generosa de toda vida humana, sobre todo si es
débil o enferma, la Iglesia vive hoy un momento fundamental de su misión» (Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici, 38).
Confío esta XXI Jornada Mundial del Enfermo a la
intercesión de la Santísima Virgen María de las Gracias, venerada en Altötting,
para que acompañe siempre a la humanidad que sufre, en búsqueda de alivio y de
firme esperanza, que ayude a todos los que participan en el apostolado de la
misericordia a ser buenos samaritanos para sus hermanos y hermanas que padecen
la enfermedad y el sufrimiento, a la vez que imparto de todo corazón la
Bendición Apostólica.
Vaticano, 2 de enero de 2013
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