La fe es conocer la verdad y adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4);
la caridad es «caminar» en la verdad (cf. Ef 4,15).
Con la fe se entra en la amistad con el Señor;
con la caridad se vive y se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s).
La fe nos hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro;
la caridad nos da la dicha de ponerlo en práctica (cf. Jn 13,13-17).
En la fe somos engendrados como hijos de Dios (cf. Jn 1,12s);
la caridad nos hace perseverar concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22).
La fe nos lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda;
la caridad hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).
MENSAJE DEL SANTO
PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA CUARESMA
2013
Creer en la caridad
suscita caridad
«Hemos conocido el
amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16)
Queridos hermanos y
hermanas:
La celebración de la
Cuaresma, en el marco del Año de la fe, nos ofrece una ocasión preciosa para
meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre creer en Dios, el Dios de
Jesucristo, y el amor, que es fruto de la acción del Espíritu Santo y nos guía
por un camino de entrega a Dios y a los demás.
1. La fe como
respuesta al amor de Dios
En mi primera Encíclica
expuse ya algunos elementos para comprender el estrecho vínculo entre estas dos
virtudes teologales, la fe y la caridad. Partiendo de la afirmación fundamental
del apóstol Juan: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en
él» (1 Jn 4,16), recordaba que «no se comienza a ser cristiano por una decisión
ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva... Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10),
ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del
amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro» (Deus caritas est, 1). La fe
constituye la adhesión personal ―que incluye todas nuestras facultades― a la
revelación del amor gratuito y «apasionado» que Dios tiene por nosotros y que
se manifiesta plenamente en Jesucristo. El encuentro con Dios Amor no sólo
comprende el corazón, sino también el entendimiento: «El reconocimiento del
Dios vivo es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya
abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. Sin
embargo, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por
“concluido” y completado» (ibídem, 17). De aquí deriva para todos los
cristianos y, en particular, para los «agentes de la caridad», la necesidad de
la fe, del «encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su
espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un
mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se
desprende de su fe, la cual actúa por la caridad» (ib., 31a). El cristiano es
una persona conquistada por el amor de Cristo y movido por este amor ―«caritas
Christi urget nos» (2 Co 5,14)―, está abierto de modo profundo y concreto al
amor al prójimo (cf. ib., 33). Esta actitud nace ante todo de la conciencia de
que el Señor nos ama, nos perdona, incluso nos sirve, se inclina a lavar los
pies de los apóstoles y se entrega a sí mismo en la cruz para atraer a la
humanidad al amor de Dios.
«La fe nos muestra a
Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de
que realmente es verdad que Dios es amor... La fe, que hace tomar conciencia
del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita
a su vez el amor. El amor es una luz ―en el fondo la única― que ilumina
constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar» (ib.,
39). Todo esto nos lleva a comprender que la principal actitud característica
de los cristianos es precisamente «el amor fundado en la fe y plasmado por
ella» (ib., 7).
2. La caridad como
vida en la fe
Toda la vida
cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente
la fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que
nos precede y nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa
historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da
pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su
amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí,
transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no
vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20).
Cuando dejamos
espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma
caridad. Abrirnos a su amor significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve
a amar con él, en él y como él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente
«a actuar por la caridad» (Ga 5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12).
La fe es conocer la
verdad y adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad es «caminar» en la verdad
(cf. Ef 4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la caridad se
vive y se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos hace acoger el
mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en
práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos engendrados como hijos de Dios (cf.
Jn 1,12s); la caridad nos hace perseverar concretamente en este vínculo divino
y dar el fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22). La fe nos lleva a reconocer
los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda; la caridad hace que
fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).
3. El lazo
indisoluble entre fe y caridad
A la luz de cuanto
hemos dicho, resulta claro que nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y
caridad. Estas dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es
equivocado ver en ellas un contraste o una «dialéctica». Por un lado, en
efecto, representa una limitación la actitud de quien hace fuerte hincapié en
la prioridad y el carácter decisivo de la fe, subestimando y casi despreciando
las obras concretas de caridad y reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por
otro, sin embargo, también es limitado sostener una supremacía exagerada de la
caridad y de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la fe.
Para una vida espiritual sana es necesario rehuir tanto el fideísmo como el
activismo moralista.
La existencia
cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para
después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin
de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios. En la
Sagrada Escritura vemos que el celo de los apóstoles en el anuncio del
Evangelio que suscita la fe está estrechamente vinculado a la solicitud
caritativa respecto al servicio de los pobres (cf. Hch 6,1-4). En la Iglesia,
contemplación y acción, simbolizadas de alguna manera por las figuras evangélicas
de las hermanas Marta y María, deben coexistir e integrarse (cf. Lc 10,38-42).
La prioridad corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero
compartir evangélico debe estar arraigado en la fe (cf. Audiencia general 25
abril 2012). A veces, de hecho, se tiene la tendencia a reducir el término
«caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda humanitaria. En cambio, es
importante recordar que la mayor obra de caridad es precisamente la
evangelización, es decir, el «servicio de la Palabra». Ninguna acción es más
benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el pan de la
Palabra de Dios, hacerle partícipe de la Buena Nueva del Evangelio,
introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es la promoción más
alta e integral de la persona humana. Como escribe el siervo de Dios el Papa
Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio, es el anuncio de Cristo el
primer y principal factor de desarrollo (cf. n. 16). La verdad originaria del
amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre nuestra existencia a
aceptar este amor haciendo posible el desarrollo integral de la humanidad y de
cada hombre (cf. Caritas in veritate, 8).
En definitiva, todo
parte del amor y tiende al amor. Conocemos el amor gratuito de Dios mediante el
anuncio del Evangelio. Si lo acogemos con fe, recibimos el primer contacto
―indispensable― con lo divino, capaz de hacernos «enamorar del Amor», para
después vivir y crecer en este Amor y comunicarlo con alegría a los demás.
A propósito de la
relación entre fe y obras de caridad, unas palabras de la Carta de san Pablo a
los Efesios resumen quizá muy bien su correlación: «Pues habéis sido salvados
por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don
de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto,
hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de
antemano dispuso Dios que practicáramos» (2,8-10). Aquí se percibe que toda la
iniciativa salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido en la
fe; pero esta iniciativa, lejos de limitar nuestra libertad y nuestra
responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las
obras de la caridad. Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del
cual gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede
abundantemente. Una fe sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos
virtudes se necesitan recíprocamente. La cuaresma, con las tradicionales
indicaciones para la vida cristiana, nos invita precisamente a alimentar la fe
a través de una escucha más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la
participación en los sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en
el amor a Dios y al prójimo, también a través de las indicaciones concretas del
ayuno, de la penitencia y de la limosna.
4. Prioridad de la
fe, primado de la caridad
Como todo don de
Dios, fe y caridad se atribuyen a la acción del único Espíritu Santo (cf. 1 Co
13), ese Espíritu que grita en nosotros «¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6), y que nos
hace decir: «¡Jesús es el Señor!» (1 Co 12,3) y «¡Maranatha!» (1 Co 16,22; Ap
22,20).
La fe, don y
respuesta, nos da a conocer la verdad de Cristo como Amor encarnado y
crucificado, adhesión plena y perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia
divina para con el prójimo; la fe graba en el corazón y la mente la firme
convicción de que precisamente este Amor es la única realidad que vence el mal
y la muerte. La fe nos invita a mirar hacia el futuro con la virtud de la
esperanza, esperando confiadamente que la victoria del amor de Cristo alcance
su plenitud. Por su parte, la caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se
manifiesta en Cristo, nos hace adherir de modo personal y existencial a la
entrega total y sin reservas de Jesús al Padre y a sus hermanos. Infundiendo en
nosotros la caridad, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la abnegación
propia de Jesús: filial para con Dios y fraterna para con todo hombre (cf. Rm
5,5).
La relación entre
estas dos virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos
fundamentales de la Iglesia: el bautismo y la Eucaristía. El bautismo
(sacramentum fidei) precede a la Eucaristía (sacramentum caritatis), pero está
orientado a ella, que constituye la plenitud del camino cristiano. Análogamente,
la fe precede a la
caridad, pero se
revela genuina sólo si culmina en ella. Todo parte de la humilde aceptación de
la fe («saber que Dios nos ama»), pero debe llegar a la verdad de la caridad
(«saber amar a Dios y al prójimo»), que permanece para siempre, como
cumplimiento de todas las virtudes (cf. 1 Co 13,13).
Queridos hermanos y
hermanas, en este tiempo de cuaresma, durante el cual nos preparamos a celebrar
el acontecimiento de la cruz y la resurrección, mediante el cual el amor de
Dios redimió al mundo e iluminó la historia, os deseo a todos que viváis este
tiempo precioso reavivando la fe en Jesucristo, para entrar en su mismo
torrente de amor por el Padre y por cada hermano y hermana que encontramos en
nuestra vida. Por esto, elevo mi oración a Dios, a la vez que invoco sobre cada
uno y cada comunidad la Bendición del Señor.
Vaticano, 15 de
octubre de 2012
BENEDICTUS PP. XVI