“Auméntanos la fe”(Lc17,5).Es la súplica de los Apóstoles al Señor Jesús al percibir que solamente en la fe, don de Dios, podían establecer una relación personal con Él y estar a la altura de la vocación de discípulos. El pedido era debido a la experiencia de los propios límites. No se sentían suficientemente fuertes para perdonar al hermano. La fe es...
Al acercarse la Jornada Mundial de las Comunicaciones
sociales de 2012, deseo compartir con vosotros algunas reflexiones sobre un
aspecto del proceso humano de la comunicación que, siendo muy importante, a
veces se olvida y hoy es particularmente necesario recordar. Se trata de la
relación entre el silencio y la palabra: dos momentos de la comunicación que
deben equilibrarse, alternarse e integrarse para obtener un auténtico diálogo y
una profunda cercanía entre las personas. Cuando palabra y silencio se excluyen
mutuamente, la comunicación se deteriora, ya sea porque provoca un cierto
aturdimiento o porque, por el contrario, crea un clima de frialdad; sin
embargo, cuando se integran recíprocamente, la comunicación adquiere valor y
significado.
El silencio es parte integrante de la comunicación y sin él
no existen palabras con densidad de contenido. En el silencio escuchamos y nos
conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento,
comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del
otro; elegimos cómo expresarnos. Callando se permite hablar a la persona que
tenemos delante, expresarse a sí misma; y a nosotros no permanecer aferrados
sólo a nuestras palabras o ideas, sin una oportuna ponderación. Se abre así un
espacio de escucha recíproca y se hace posible una relación humana más plena.
En el silencio, por ejemplo, se acogen los momentos más auténticos de la
comunicación entre los que se aman: la gestualidad, la expresión del rostro, el
cuerpo como signos que manifiestan la persona. En el silencio hablan la
alegría, las preocupaciones, el sufrimiento, que precisamente en él encuentran
una forma de expresión particularmente intensa. Del silencio, por tanto, brota
una comunicación más exigente todavía, que evoca la sensibilidad y la capacidad
de escucha que a menudo desvela la medida y la naturaleza de las relaciones.
Allí donde los mensajes y la información son abundantes, el silencio se hace
esencial para discernir lo que es importante de lo que es inútil y superficial.
Una profunda reflexión nos ayuda a descubrir la relación existente entre
situaciones que a primera vista parecen desconectadas entre sí, a valorar y
analizar los mensajes; esto hace que se puedan compartir opiniones sopesadas y
pertinentes, originando un auténtico conocimiento compartido. Por esto, es
necesario crear un ambiente propicio, casi una especie de “ecosistema” que sepa
equilibrar silencio, palabra, imágenes y sonidos.
Gran parte de la dinámica actual de la comunicación está
orientada por preguntas en busca de respuestas. Los motores de búsqueda y las
redes sociales son el punto de partida en la comunicación para muchas personas
que buscan consejos, sugerencias, informaciones y respuestas. En nuestros días,
la Red se está transformando cada vez más en el lugar de las preguntas y de las
respuestas; más aún, a menudo el hombre contemporáneo es bombardeado por
respuestas a interrogantes que nunca se ha planteado, y a necesidades que no
siente. El silencio es precioso para favorecer el necesario discernimiento
entre los numerosos estímulos y respuestas que recibimos, para reconocer e
identificar asimismo las preguntas verdaderamente importantes. Sin embargo, en
el complejo y variado mundo de la comunicación emerge la preocupación de muchos
hacia las preguntas últimas de la existencia humana: ¿quién soy yo?, ¿qué puedo
saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar? Es importante acoger a las
personas que se formulan estas preguntas, abriendo la posibilidad de un diálogo
profundo, hecho de palabras, de intercambio, pero también de una invitación a
la reflexión y al silencio que, a veces, puede ser más elocuente que una
respuesta apresurada y que permite a quien se interroga entrar en lo más
recóndito de sí mismo y abrirse al camino de respuesta que Dios ha escrito en
el corazón humano.
En realidad, este incesante flujo de preguntas manifiesta la
inquietud del ser humano siempre en búsqueda de verdades, pequeñas o grandes,
que den sentido y esperanza a la existencia. El hombre no puede quedar
satisfecho con un sencillo y tolerante intercambio de opiniones escépticas y de
experiencias de vida: todos buscamos la verdad y compartimos este profundo
anhelo, sobre todo en nuestro tiempo en el que “cuando se intercambian
informaciones, las personas se comparten a sí mismas, su visión del mundo, sus
esperanzas, sus ideales” (Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales de 2011)
Hay que considerar con interés los diversos sitios,
aplicaciones y redes sociales que pueden ayudar al hombre de hoy a vivir
momentos de reflexión y de auténtica interrogación, pero también a encontrar
espacios de silencio, ocasiones de oración, meditación y de compartir la
Palabra de Dios. En la esencialidad de breves mensajes, a menudo no más
extensos que un versículo bíblico, se pueden formular pensamientos profundos,
si cada uno no descuida el cultivo de su propia interioridad. No sorprende que
en las distintas tradiciones religiosas, la soledad y el silencio sean espacios
privilegiados para ayudar a las personas a reencontrarse consigo mismas y con
la Verdad que da sentido a todas las cosas. El Dios de la revelación bíblica
habla también sin palabras: “Como pone de manifiesto la cruz de Cristo, Dios
habla por medio de su silencio. El silencio de Dios, la experiencia de la
lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del
Hijo de Dios, Palabra encarnada… El silencio de Dios prolonga sus palabras
precedentes. En esos momentos de oscuridad, habla en el misterio de su
silencio” (Exhort. ap. Verbum Domini, 21). En el silencio de la cruz habla la
elocuencia del amor de Dios vivido hasta el don supremo. Después de la muerte
de Cristo, la tierra permanece en silencio y en el Sábado Santo, cuando “el Rey
está durmiendo y el Dios hecho hombre despierta a los que dormían desde hace
siglos” (cf. Oficio de Lecturas del Sábado Santo), resuena la voz de Dios
colmada de amor por la humanidad.
Si Dios habla al hombre también en el silencio, el hombre
igualmente descubre en el silencio la posibilidad de hablar con Dios y de Dios.
“Necesitamos el silencio que se transforma en contemplación, que nos hace
entrar en el silencio de Dios y así nos permite llegar al punto donde nace la
Palabra, la Palabra redentora” (Homilía durante la misa con los miembros de la
Comisión Teológica Internacional, 6 de octubre 2006). Al hablar de la grandeza
de Dios, nuestro lenguaje resulta siempre inadecuado y así se abre el espacio
para la contemplación silenciosa. De esta contemplación nace con toda su fuerza
interior la urgencia de la misión, la necesidad imperiosa de “comunicar aquello
que hemos visto y oído”, para que todos estemos en comunión con Dios (cf. 1 Jn
1,3). La contemplación silenciosa nos sumerge en la fuente del Amor, que nos
conduce hacia nuestro prójimo, para sentir su dolor y ofrecer la luz de Cristo,
su Mensaje de vida, su don de amor total que salva.
En la contemplación silenciosa emerge asimismo, todavía más
fuerte, aquella Palabra eterna por medio de la cual se hizo el mundo, y se
percibe aquel designio de salvación que Dios realiza a través de palabras y
gestos en toda la historia de la humanidad. Como recuerda el Concilio Vaticano
II, la Revelación divina se lleva a cabo con “hechos y palabras intrínsecamente
conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de
la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por
las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el
misterio contenido en ellas” (Dei Verbum, 2). Y este plan de salvación culmina
en la persona de Jesús de Nazaret, mediador y plenitud de toda la Revelación.
Él nos hizo conocer el verdadero Rostro de Dios Padre y con su Cruz y
Resurrección nos hizo pasar de la esclavitud del pecado y de la muerte a la
libertad de los hijos de Dios. La pregunta fundamental sobre el sentido del
hombre encuentra en el Misterio de Cristo la respuesta capaz de dar paz a la
inquietud del corazón humano. Es de este Misterio de donde nace la misión de la
Iglesia, y es este Misterio el que impulsa a los cristianos a ser mensajeros de
esperanza y de salvación, testigos de aquel amor que promueve la dignidad del
hombre y que construye la justicia y la paz.
Palabra y silencio. Aprender a comunicar quiere decir
aprender a escuchar, a contemplar, además de hablar, y esto es especialmente importante
para los agentes de la evangelización: silencio y palabra son elementos
esenciales e integrantes de la acción comunicativa de la Iglesia, para un
renovado anuncio de Cristo en el mundo contemporáneo. A María, cuyo silencio
“escucha y hace florecer la Palabra” (Oración para el ágora de los jóvenes
italianos en Loreto, 1-2 de septiembre 2007), confío toda la obra de
evangelización que la Iglesia realiza a través de los medios de comunicación
social.
Vaticano, 24 de enero 2012, fiesta de San Francisco de Sales
La XLIX Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se
celebrará el 29 de abril de 2012, cuarto domingo de Pascua, nos invita a
reflexionar sobre el tema: Las vocaciones don de la caridad de Dios.
La fuente de todo don perfecto es Dios Amor -Deus caritas
est-: «quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16).
La Sagrada Escritura narra la historia de este vínculo originario entre Dios y
la humanidad, que precede a la misma creación. San Pablo, escribiendo a los
cristianos de la ciudad de Éfeso, eleva un himno de gratitud y alabanza al
Padre, el cual con infinita benevolencia dispone a lo largo de los siglos la
realización de su plan universal de salvación, que es un designio de amor. En
el Hijo Jesús –afirma el Apóstol– «nos eligió antes de la fundación del mundo
para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor» (Ef 1,4). Somos
amados por Dios incluso “antes” de venir a la existencia. Movido exclusivamente
por su amor incondicional, él nos “creó de la nada” (cf. 2M 7,28) para
llevarnos a la plena comunión con Él.
Lleno de gran estupor ante la obra de la providencia de Dios,
el Salmista exclama: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y
las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el
ser humano, para que te cuides de él?» (Sal 8,4-5). La verdad profunda de
nuestra existencia está, pues, encerrada en ese sorprendente misterio: toda
criatura, en particular toda persona humana, es fruto de un pensamiento y de un
acto de amor de Dios, amor inmenso, fiel, eterno (cf. Jr 31,3). El
descubrimiento de esta realidad es lo que cambia verdaderamente nuestra vida en
lo más hondo. En una célebre página de las Confesiones, san Agustín expresa con
gran intensidad su descubrimiento de Dios, suma belleza y amor, un Dios que
había estado siempre cerca de él, y al que al final le abrió la mente y el
corazón para ser transformado: «¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan
nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te
buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú
creaste. Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti
aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y
clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi
ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y
ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que
procede de ti» (X, 27,38). Con estas imágenes, el Santo de Hipona intentaba
describir el misterio inefable del encuentro con Dios, con su amor que
transforma toda la existencia.
Se trata de un amor sin reservas que nos precede, nos
sostiene y nos llama durante el camino de la vida y tiene su raíz en la
absoluta gratuidad de Dios. Refiriéndose en concreto al ministerio sacerdotal,
mi predecesor, el beato Juan Pablo II, afirmaba que «todo gesto ministerial, a
la vez que lleva a amar y servir a la Iglesia, ayuda a madurar cada vez más en
el amor y en el servicio a Jesucristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia;
en un amor que se configura siempre como respuesta al amor precedente, libre y
gratuito, de Dios en Cristo» (Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 25).En efecto, toda vocación específica nace de
la iniciativa de Dios; es don de la caridad de Dios. Él es quien da el “primer
paso” y no como consecuencia de una bondad particular que encuentra en
nosotros, sino en virtud de la presencia de su mismo amor «derramado en nuestros
corazones por el Espíritu» (Rm 5,5).
En todo momento, en el origen de la llamada divina está la
iniciativa del amor infinito de Dios, que se manifiesta plenamente en
Jesucristo. Como escribí en mi primera encíclica Deus caritas est, «de hecho,
Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la
Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la
Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del
Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los
Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha
estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro
encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su
Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía» (n. 17).
El amor de Dios permanece para siempre, es fiel a sí mismo, a
la «palabra dada por mil generaciones» (Sal 105,8). Es preciso por tanto volver
a anunciar, especialmente a las nuevas generaciones, la belleza cautivadora de
ese amor divino, que precede y acompaña: es el resorte secreto, es la
motivación que nunca falla, ni siquiera en las circunstancias más difíciles.
Queridos hermanos y hermanas, tenemos que abrir nuestra vida
a este amor; cada día Jesucristo nos llama a la perfección del amor del Padre
(cf. Mt 5,48). La grandeza de la vida cristiana consiste en efecto en amar
“como” lo hace Dios; se trata de un amor que se manifiesta en el don total de
sí mismo fiel y fecundo. San Juan de la Cruz, respondiendo a la priora del
monasterio de Segovia, apenada por la dramática situación de suspensión en la
que se encontraba el santo en aquellos años, la invita a actuar de acuerdo con
Dios: «No piense otra cosa sino que todo lo ordena Dios. Y donde no hay amor,
ponga amor, y sacará amor» (Epistolario, 26).
En este terreno oblativo, en la apertura al amor de Dios y
como fruto de este amor, nacen y crecen todas las vocaciones. Y bebiendo de
este manantial mediante la oración, con el trato frecuente con la Palabra y los
Sacramentos, especialmente la Eucaristía, será posible vivir el amor al prójimo
en el que se aprende a descubrir el rostro de Cristo Señor (cf. Mt 25,31-46).
Para expresar el vínculo indisoluble que media entre estos “dos amores” –el amor a Dios y el amor al prójimo– que
brotan de la misma fuente divina y a ella se orientan, el Papa san Gregorio
Magno se sirve del ejemplo de la planta pequeña: «En el terreno de nuestro
corazón, [Dios] ha plantado primero la raíz del amor a él y luego se ha
desarrollado, como copa, el amor fraterno» (Moralium Libri, sive expositio in
Librum B. Job, Lib. VII, cap. 24, 28; PL 75, 780D).
Estas dos expresiones del único amor divino han de ser
vividas con especial intensidad y pureza de corazón por quienes se han decidido
a emprender un camino de discernimiento vocacional en el ministerio sacerdotal
y la vida consagrada; constituyen su elemento determinante. En efecto, el amor
a Dios, del que los presbíteros y los religiosos se convierten en imágenes
visibles –aunque siempre imperfectas– es la motivación de la respuesta a la
llamada de especial consagración al Señor a través de la ordenación presbiteral
o la profesión de los consejos evangélicos. La fuerza de la respuesta de san
Pedro al divino Maestro: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15), es el secreto de
una existencia entregada y vivida en plenitud y, por esto, llena de profunda
alegría.
La otra expresión concreta del amor, el amor al prójimo,
sobre todo hacia los más necesitados y los que sufren, es el impulso decisivo
que hace del sacerdote y de la persona consagrada alguien que suscita comunión
entre la gente y un sembrador de esperanza. La relación de los consagrados,
especialmente del sacerdote, con la comunidad cristiana es vital y llega a ser
parte fundamental de su horizonte afectivo. A este respecto, al Santo Cura de
Ars le gustaba repetir: «El sacerdote no es sacerdote para sí mismo; lo es para
vosotros»(Le curé d’Ars. Sa pensée – Son cœur, Foi Vivante, 1966, p. 100).
Queridos Hermanos en el episcopado, queridos presbíteros,
diáconos, consagrados y consagradas, catequistas, agentes de pastoral y todos
los que os dedicáis a la educación de las nuevas generaciones, os exhorto con
viva solicitud a prestar atención a todos los que en las comunidades
parroquiales, las asociaciones y los movimientos advierten la manifestación de
los signos de una llamada al sacerdocio o a una especial consagración. Es
importante que se creen en la Iglesia las condiciones favorables para que
puedan aflorar tantos “sí”, en respuesta generosa a la llamada del amor de
Dios.
Será tarea de la pastoral vocacional ofrecer puntos de
orientación para un camino fructífero. Un elemento central debe ser el amor a
la Palabra de Dios, a través de una creciente familiaridad con la Sagrada
Escritura y una oración personal y comunitaria atenta y constante, para ser
capaces de sentir la llamada divina en medio de tantas voces que llenan la vida
diaria. Pero, sobre todo, que la Eucaristía sea el “centro vital” de todo
camino vocacional: es aquí donde el amor de Dios nos toca en el sacrificio de
Cristo, expresión perfecta del amor, y es aquí donde aprendemos una y otra vez
a vivir la «gran medida» del amor de Dios. Palabra, oración y Eucaristía son el
tesoro precioso para comprender la belleza de una vida totalmente gastada por
el Reino.
Deseo que las Iglesias locales, en todos sus estamentos, sean
un “lugar” de discernimiento atento y de profunda verificación vocacional,
ofreciendo a los jóvenes un sabio y vigoroso acompañamiento espiritual. De esta
manera, la comunidad cristiana se convierte ella misma en manifestación de la
caridad de Dios que custodia en sí toda llamada. Esa dinámica, que responde a
las instancias del mandamiento nuevo de Jesús, se puede llevar a cabo de manera
elocuente y singular en las familias cristianas, cuyo amor es expresión del
amor de Cristo que se entregó a sí mismo por su Iglesia (cf. Ef 5,32). En las
familias, «comunidad de vida y de amor» (Gaudium et spes, 48), las nuevas
generaciones pueden tener una admirable experiencia de este amor oblativo.
Ellas, efectivamente, no sólo son el lugar privilegiado de la formación humana
y cristiana, sino que pueden convertirse en «el primer y mejor seminario de la
vocación a la vida de consagración al Reino de Dios» (Exhort. ap. Familiaris
consortio,53), haciendo descubrir, precisamente en el seno del hogar, la
belleza e importancia del sacerdocio y de la vida consagrada. Los pastores y
todos los fieles laicos han de colaborar siempre para que en la Iglesia se
multipliquen esas «casas y escuelas de comunión» siguiendo el modelo de la
Sagrada Familia de Nazaret, reflejo armonioso en la tierra de la vida de la Santísima
Trinidad.
Con estos deseos, imparto de corazón la Bendición Apostólica
a vosotros, Venerables Hermanos en el episcopado, a los sacerdotes, a los
diáconos, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles laicos, en
particular a los jóvenes que con corazón dócil se ponen a la escucha de la voz
de Dios, dispuestos a acogerla con adhesión generosa y fiel.
* Con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario.
* Itinerario cuaresmal: la oración y el compartir, el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.
* Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (Hebreos 10,24).
* Acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (Hb10,22),
* Mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (Hb10,23),
* Realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (Hb10,24).
* Participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (Hb10,25).
* Tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal (Hb10,24).
1. “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.
* Fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y estar atentos los unos a los otros,
* Hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien.
* Ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente.
* Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón.
* Fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Pablo VI).
* La atención al otro conlleva desear su bien: físico, moral y espiritual.
* El bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68).
* El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión.
* Querer y hacer el bien del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien;
* «fijarse»: mirar con amor y compasión. Mirada humana y amorosa hacia el hermano
* «tener misericordia» para con quien sufre;
* Humildad de corazón, compasión y empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7).
* «fijarse» en el hermano
* Corrección fraterna con vistas a la salvación eterna.
* «corregir al que se equivoca». Frente al mal no hay que callar.
* Corrige con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1).
* Corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad.
* Ayudar y dejarse ayudar
* Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.
2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.
* Ser «guardianes» de los demás
* Buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19)
* «Agradar al prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2),
* Buscar el beneficio «de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33).
* Corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad.
* El otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación.
3. “Para estímulo de la caridad y las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.
* Animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios.
* Descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios.
* Animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.
* En la vida de fe, quien no avanza, retrocede.
* Aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II).
* «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).
* El mundo exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor.
* Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.